Estética y Psicología Evolucionista


Denis Dutton

Artes: la Revista, Universidad de Antioquia, vol. 5, no. 9, junio 2005. [ PDF ]
Traducido de inglés por Eva Zimmerman

www.denisdutton.com



Antecedentes históricos

Las aplicaciones de la ciencia de la psicología al conocimiento de los orígenes y la naturaleza del arte no son fenómeno reciente; de hecho, se remontan hasta los griegos. Platón escribió sobre el arte, no sólo desde el punto de vista de la metafísica, sino también en términos de los peligros síquicos, especialmente los emocionales, que el arte les acarreaba a los individuos y a la sociedad. Fue la psicología del arte de Platón la que dio como resultado su petición famosa, en La República, de que hubiera un control social de las formas y contenidos del mismo. Aristóteles, por el contrario, miraba las artes como un filósofo que se sentía más a gusto experimentándolas y por ende sus escritos son más bien descripciones desapasionadas de los rasgos psicológicos que consideraba universales en lo que nosotros llamaríamos la “experiencia estética.” Aunque Platón y Aristóteles describieron las artes en términos de generalizaciones implícitamente aplicables a todas las culturas, fue Aristóteles quien de manera más consciente vinculó su teoría del arte a una psicología general.

Aristóteles sostuvo de manera explícita que una naturaleza psicológica humana estable e inmutable estipularía que las artes poseyeran unos rasgos específicos e inmutables. En un aparte rara vez advertido de La Política, Aristóteles observa que “prácticamente todo se ha descubierto en muchas ocasiones — o mejor, en una infinidad de ocasiones — en el transcurso de los siglos; porque se puede presuponer que la necesidad les habrá enseñado a los hombres los inventos que se requerían de manera perentoria; y una vez hechos estos, era natural que empezaran a crecer de manera gradual otras cosas que adornarían o enriquecerían la vida” (1329b25). Es fácil imaginar lo que Aristóteles podría haber tenido en mente: el cuchillo aparecería primero como una laja de piedra, a la que más tarde se le daría la forma de azuela. Requeriría un mango áspero para permitir un mejor agarre, lo que se lograría tallando algunas incisiones cruzadas, que se convertirían en fuente de placer visual en sí mismas y llevarían a que se hicieran más decoraciones, para acabar, con el tiempo, a los cuchillos metálicos decorados. Para Aristóteles, esta clase de progresión natural significa que en las artes habrá una invención de representaciones visuales, drama, narración de historias y música dondequiera que se funden y florezcan las sociedades humanas, y que estas artes se desarrollarán, en términos generales, en líneas inevitables, dependiendo de sus naturalezas particulares (Aristóteles, 1920).

La Poética de Aristóteles puede entenderse como un catálogo de los rasgos que espera que posean las artes, y principalmente el drama o la ficción, precisamente porque son creados por y para seres humanos con una naturaleza emocional, imaginativa e intelectual estable. Por ejemplo, sostiene que los principales temas de la tragedia versarán sobre la alteración de las relaciones familiares normales, tales como las que vemos en Edipo y Medea. Su aseveración implícita es que esta fascinación con las tensiones y rupturas de las familias constituye una característica permanente del interés humano, y no meramente una manifestación local de las preocupaciones de la cultura griega.

En el siglo xviii, David Hume sostuvo una tesis similar en su ensayo de 1757 “Of the Standard of Taste” (“Sobre la norma del gusto”) (Hume 1987). Creía Hume que: “los principios generales del gusto son uniformes en la naturaleza humana.” Si la naturaleza humana no fuera uniforme a lo largo del tiempo histórico y a lo ancho de las culturas, no disfrutaríamos con las mismas obras de arte que los antiguos. El famoso criterio de Hume del valor del arte, el de “la prueba del tiempo,” presupone la existencia de un naturaleza humana común y constante. Superpuestos en la historia del arte y de la literatura estarán todos los rasgos contextuales locales que hacen difícil captar los valores del arte por fuera de la cultura que lo origina. Sin embargo, Hume creía en un núcleo inmutable de intereses y sentimientos, que hacían posible que a uno le llegaran las culturas diferentes a la propia; esto explica por qué “el mismo Homero que agradaba en Atenas y Roma 2000 años atrás, todavía es admirado en París y Londres.”

La idea de Hume de que hay una naturaleza humana uniforme fue un punto de convergencia con su contemporáneo Emmanuel Kant, que usó esta idea como fundamento de su teoría de la belleza en la Crítica del juicio (Kant 1987). Si bien Kant pensaba que los “juicios de gusto,” como los llamó, eran todos de origen subjetivo, como los sujetos que los hacen, el Homo sapiens, poseen un sentido común, también era posible la discusión y el acuerdo con relación al arte y la experiencia estética. Si los seres humanos son capaces de deponer sus gustos particulares y sus deseos personales, y de lograr lo que Kant llamó una contemplación desinteresada, tenderán hacia el acuerdo sobre el valor y el significado de las obras de arte.

En el siglo xx, particularmente en la segunda mitad, los teóricos del arte tendieron a alejarse de las teorías que implicaban o planteaban un visión fija de la naturaleza humana y prefirieron más bien las explicaciones llamadas historicistas, que interpretan el arte en términos del contexto cultural e histórico de su producción (Barkow et al. 1992). Esta concepción sobre la inteligencia humana, muy generalizada por cierto, consideraba la mente como una tabula rasa, libre de contenido: los humanos poseían una capacidad general de adquirir todas las habilidades y valores divergentes que las diferentes culturas pueden enseñar. Al mismo tiempo en que esta teoría de la mente se adueñaba de la psicología, la estética de mediados del siglo xx tendía a adoptar una visión del arte consistente con ella. Se consideraba que los valores estéticos eran cualquier cosa que una cultura enseñaba que era estéticamente valioso; los valores estéticos y su significados se consideraron exclusivamente construidos por la cultura, y las obras de arte se creaban y apreciaban dentro de las normas y convenciones de la cultura. “El construccionismo cultural” en este campo implicó un relativismo de los valores estéticos, y por ende una negación del tipo de universalismo estético que Aristóteles o Hume habrían defendido. El arte se consideró un producto solo determinado por la cultura, y había tantas clases de arte y valores artísticos cuantas culturas.

Psicología evolucionista: la selección natural

Sin embargo, recientemente ha revivido el interés por los rasgos universales, transculturales del arte, con los desarrollos crecientes de la psicología evolucionista, que intenta comprender la vida cultural y psicológica de los seres humanos en términos de su herencia genética como especie que es producto de la evolución. Todas las especies animales han evolucionado para aumentar su adecuación para la supervivencia y la reproducción. Cada aspecto físico del organismo humano está abierto a las influencias de la evolución, y por ende, con respecto a ciertos puntos, todos serán explicados por medio de ella. Ya nos refiramos a la naturaleza y complejidades de nuestro sistema inmune, a las funciones hepáticas, a las características de la hemoglobina o a nuestra visión binocular y forma erguida de caminar, fue el obrar de la selección natural sobre nuestra evolución y la de nuestros antecesores humanoides y mamíferos lo que produjo el Homo sapiens moderno.

La psicología evolucionista extiende los hallazgos de la teoría darwinista al funcionamiento de la psique humana; en particular, plantea que nuestras capacidades mentales, inclinaciones y deseos son adaptaciones desarrolladas en los últimos dos millones de años, desde la era del pleistoceno (Barkow et al. 1992). Estas características mentales ya estaban desarrolladas en su forma moderna hace aproximadamente diez mil años, al comienzo del holoceno, el período en el que se introdujeron la agricultura y las ciudades, y se desarrollaron la escritura y las herramientas metálicas. Desde aquel entonces, el cerebro humano no ha cambiado de manera significativa en su carácter genético (Mithen 1996). En lugar de considerar la mente como una tabula rasa libre de contenido que se posee desde el nacimiento, sobre la cual se inscriben las habilidades y valores de la cultura a la que un individuo pertenece, la psicología evolucionista plantea la existencia de una serie de intereses, capacidades y gustos innatos, que se asentaron por medio del proceso de la selección natural y sexual. La psicología evolucionista reemplaza la tabula rasa, como metáfora de la mente, con la navaja suiza: la mente es como un conjunto de herramientas y capacidades específicamente adaptadas para tareas e intereses importantes. Estas adquisiciones son adaptaciones para la vida en las pequeñas bandas de cazadores-recolectores en las que vivieron nuestros antepasados durante cien mil generaciones, antes de que comenzara la civilización tal como la concebimos ahora; entre ellas se encuentra la larga lista de las características universales de la mente del cazador-recolector de la edad de piedra, como por ejemplo el uso del idioma sometido a reglas sintácticas; los sistemas de parentesco con rechazo al incesto; las fobias, como el temor por las culebras y las arañas; el interés por el alimento del niño; el nepotismo, favorecer a los parientes consanguíneos; un sentido de justicia, de igualdad y de obligaciones, asociado con las emociones de la ira y la venganza; la capacidad de fabricar y usar herramientas manuales; la jerarquía y el ordenamiento en rangos en las relaciones humanas; un sentido de la pureza y la contaminación de los alimentos, entre otras (Pinker 1997). Algunos de estos rasgos son uniformes en toda la especie humana; otros, están estadísticamente relacionados con el género; por ejemplo, las hembras tienen una mayor inclinación a interesarse por la alimentación infantil y una mayor capacidad de recordar detalles de la experiencia visual, mientras los machos son más agresivos físicamente, y más capaces de determinar direcciones y recurrir a la “lectura de mapas.”

Dos rasgos del arte son fáciles de relacionar con estos factores psicológicos: primero, en todas las culturas se encuentran formas artísticas. No existe ninguna cultura humana conocida que no despliegue alguna manera de dar expresividad a las cosas, aquello que las culturas europeas llamarían lo artístico (Dissanayake 1995). Esto no significa que todas las culturas posean todas las formas artísticas: la ceremonia del té japonesa, que suele considerarse un arte, no tiene ningún análogo cercano en Occidente; los habitantes del pueblo del río Cepic, de Nueva Guinea, son apasionados talladores, y hay un marcado contraste con sus coterráneos de las tierras altas, que dirigen sus energías al decorado del cuerpo y a la producción de escudos para la lucha, pero que hacen muy pocas tallas (Dutton 2000). Los dinkas, de África oriental, casi carecen de artes visuales, pero han desarrollado la poesía al máximo, y son grandes peritos y amantes de las formas, colores y diseños de las marcas naturales del ganado del cual dependen para su sustento. El hecho de que éstas y otras culturas tengan prácticas y productos que nosotros también podríamos reconocer como artísticos pide a gritos una explicación que parta de la psicología evolucionista. La universalidad misma del arte sugiere con fuerza que éste se encuentra ligado a adaptaciones psicológicas antiguas.

El segundo rasgo que indica que el arte es un tema crucial de interés psicológico es que es fuente de placer y de emociones, a menudo muy intensos. Es un postulado de la psicología evolucionista que los placeres, los dolores y las experiencias que incluyen emociones de atracción, repulsión, admiración, temor, amor, respeto y odio, tienen importancia adaptativa. El placer de comer alimentos grasosos y dulces es una adaptación del pleistoceno para la nutrición y la supervivencia, así como el placer del sexo es una adaptación para la procreación: el hecho es que era más probable que aquellos antepasados a quienes les gustaban tanto el comer como el sexo dejaran descendientes y les transmitieran a ellos tales características. Y lo contrario sucede con la repulsión. Una de las sustancias venenosas más peligrosas para el consumo humano potencial sería la carne podrida, llena de bacterias; no es accidental en la evolución que el olor de la carne podrida sea uno de los más repulsivos para los seres humanos. Entre los muchos asuntos de la experiencia para los cuales hay algún tipo de herencia del pleistoceno se encuentran nuestras disposiciones emocionales hacia otros seres humanos, sus modales, expresiones y comportamiento; nuestras respuestas al medio ambiente, incluidos los animales y las plantas, la oscuridad de la noche y los paisajes naturales; nuestro interés por crear y escuchar narraciones que tengan temas identificables, incluidos los peligros imaginarios y la superación de obstáculos románticos; nuestro disfrute de la solución de problemas; nuestro gusto por la actividad comunal y nuestra apreciación del despliegues de pericia y virtuosismo.

Preferencia ambiental

Una de las más importantes consideraciones en la supervivencia de cualquier organismo es la selección del hábitat. Hasta el desarrollo de ciudades hace diez mil años, la vida humana era casi toda de tipo nómada. El hecho de encontrar condiciones deseables para la supervivencia, en particular con relación a los depredadores y alimentos potenciales, habría afectado de manera selectiva la respuesta humana hacia el paisaje, o sea, la capacidad de ciertos tipos de paisajes de evocar emociones positivas, de rechazo, de curiosidad y el deseo de explorar, o una sensación general de bienestar. Estas respuestas al tipo de paisaje fueron evaluadas en un experimento en el cual le mostraron fotografías estandarizadas de distintas clases de paisajes a diferentes personas de edades variadas, en varios países: bosque caducifolio, selva tropical, sabana con árboles, bosque conífero y desierto. Entre los adultos, resultó que ninguna categoría fue la preferida (excepto el paisaje desértico, cuya evaluación mostró que encontraba un nivel de preferencia inferior a los demás). Sin embargo, cuando se aplicó el mismo experimento a niños pequeños, se encontró que mostraban una preferencia marcada por las sabanas con árboles, exactamente el paisaje del África Oriental donde se dio gran parte de la evolución humana (Orians y Heerwagen 1992). Además del gusto por las sabanas, se da una preferencia general por paisajes con agua; una gama de espacios abiertos y boscosos (que indican que hay lugares donde esconderse y lugares donde se esconden animales de caza); árboles cuyos troncos se dividen muy cerca del piso (que proporcionan posibilidades de huida), con frutos potenciales a uno o dos metros del piso; vistas que se pierden en la distancia, incluido un sendero o un río cuyos meandros dejan de verse pero invitan a ser explorados; la presencia directa o la implicación de animales de caza; y variadas formas de nubes. A decir verdad, el medio ambiente de la sabana es singularmente rico para encontrar comida (calculado en términos de kilogramos de proteína por kilómetro cuadrado), y muy deseable para el modo de vida del cazador-recolector. No es de sorprenderse que sean éstos los mismos elementos que vemos repetidos sin fin, tanto en el arte de los calendarios como en el diseño de los parques públicos de todo el mundo.

La idea de un gusto generalizado del pleistoceno por el paisaje fue sustentada por un proyecto muy especial que realizaron dos artistas rusos emigrantes, Vitaly Komar y Alexander Melamid, en 1993, quienes contrataron una empresa encuestadora profesional, a fin de que condujera un sondeo amplio de preferencias artísticas entre personas que vivían en diez países de Asia, África, Europa y las Américas (Wipijewsky 1997). Resultó que el azul era el color preferido en todo el mundo, con el verde en segundo lugar. Quienes respondieron expresaron su gusto por la pintura representativa de tipo realista y prefirieron elementos que incluyeran el agua, árboles y otras plantas, seres humanos (con preferencia por mujeres y niños, pero también por figuras históricas tales como Jomo Kenyatta o Sun-Yat-Sen) y animales, en especial mamíferos grandes, tanto salvajes como domésticos. Usando las preferencias estadísticas como guía, Komar y Melamid produjeron entonces una pintura favorita para cada país. Su propósito era claramente irónico, pues la pintura mezclaba de manera graciosa elementos totalmente incompatibles: Lo más querido por los EE. UU., como fue titulada la de Estados Unidos, presentaba una escena propia de la Escuela del Río Hudson, con George Washington de pie junto a un lago donde brama un enorme hipopótamo. Pero el proyecto también tenía su lado serio, pues aunque las pinturas fueron creadas a partir de lo que le gustaba a la gente de las diferentes culturas, tendían a compartir un conjunto con un notable parecido de preferencias: tenían el aspecto del arte de un calendario europeo común y corriente, realizado ya con fotografías, ya pintado. En un intento por explicar esta extraña uniformidad transcultural — según la cual los africanos del oriente escogían las mismas lujuriantes escenas de calendario, en vez de los paisajes que les resultarían más familiares en su vida diaria — Arthur Danto sostuvo que las pinturas de Komar y Melamid demuestran el poder de la industria internacional de calendarios para influir sobre el gusto, alejándolo de los valores autóctonos y acercándolo a las convenciones europeas. Mientras admite que los kenianos preferían escenas que parecían más propias del norte del estado de Nueva York que de Kenia, las encuestas también indicaron que la mayor parte de los kenianos tenían calendarios en sus hogares (Danto, en Wipijewsky 1997). Lo que esto no explica es por qué los calendarios mundiales tienen los mismos temas de paisajes, los temas mismos que la psicología evolucionista predeciría. La verdadera pregunta es: ¿por qué son los contenidos de los calendarios tan uniformes en todo el mundo?; esta uniformidad incluye otros objetos que reciben su atención que no son paisajes, como infantes, jóvenes bonitas, niños y animales. Es la industria de los calendarios la que, para satisfacer las exigencias del mercado, descubrió un sabor a pleistoceno en las escenas al aire libre.

La solución de problemas y la narración de historias

Si sobrevivir en la vida es asunto de afrontar un universo físico a menudo inhóspito, y tratar a los miembros de nuestra propia especie, tanto amistosos como no amistosos, podrían derivarse numerosos beneficios generales de ejercitar la mente imaginativamente, a fin de prepararla para su siguiente desafío. Toda suerte de acertijos y sus soluciones, el estudio profundo de las estrategias alternativas que nos imaginamos para solucionar las dificultades, se encuentran en el centro de lo que las artes nos permiten hacer. En las narraciones de ficción encontramos más variedad de obstáculos, junto con sus soluciones potenciales, que las que podríamos conocer en una sola vida. Como lo ha sostenido Steven Pinker, “La vida tiene aún más movimientos que el ajedrez. La gente hasta cierto punto se encuentra siempre en un conflicto, y sus movidas y contramovidas se multiplican hasta formar un conjunto inimaginablemente vasto de interacciones” (Pinker 1997). Según este modelo, la narración de historias es una manera de llevar a cabo múltiples experimentos de poco costo con la vida, para ver, en la imaginación, adónde pueden conducir los cursos de las acciones. Aunque la narración puede tener que ver con los retos del mundo natural, su lugar usual es, como también Aristóteles lo entendió, el reino de las relaciones humanas. Según lo dice Pinker: “Los padres, hijos y hermanos, debido a que parcialmente comparten sus genes, tienen intereses al mismo tiempo comunes y contrapuestos, y cualquier acción que uno dirige con respecto al otro puede ser egoísta, altruista, o una mezcla de ambas.” Añádale a esto los enredos con los amantes, cónyuges, amigos y extraños, y ahí tendrá el material básico para la mayor parte de las historias de la literatura, desde la epopeya de Gilgamesh hasta los novelones eróticos que se consiguen en la calle (Storey 1996).

Joseph Carroll aprueba esta concepción de las ventajas adaptativas de la narración de ficción, pero insiste en que narrar historias hace más que dar unas instrucciones ya listas y explícitas para posibles contingencias futuras: “Contribuye al desarrollo personal y social y a la capacidad de responder con flexibilidad y de manera creativa a circunstancias cambiantes y complejas” (Carroll 1995). No es muy probable que nos encontremos varados en una isla desierta, observa Carroll, pero al leer a Robinson Crusoe los lectores “registran las cualidades de carácter por medio de las cuales Crusoe se las arregla en medio de la soledad, e integran esas percepciones con el repertorio de sus potencialidades psicológicas.” De esta manera, la ficción “es un medio para cultivar nuestra capacidad adaptativa social e innata de adentrarnos mentalmente en la experiencia ajena” (Ver también Currie 1998).

La psicología evolucionista: la selección sexual

Aunque el mecanismo darwiniano de selección natural ha demostrado ser una de las ideas explicativas más versátiles y poderosas de toda la ciencia, hay un lado menos conocido del darwinismo: la selección sexual, cuyo ejemplo más famoso es la cola del pavo real. Este despliegue inmenso no sólo no aumenta la supervivencia en lugares selváticos sino que hace al pavo real más sujeto a la depredación. Las colas son pesadas y requieren mucha energía para su crecimiento y para arrastrarlas. El siguiente parece ser el punto de la naturaleza: el solo hecho de ser capaz de manejar una cola como ésta funciona como propaganda para las hembras: “Miren qué pavo real tan fuerte, saludable y capaz soy.” Para las hembras discernientes, la cola es un indicador de adaptación, y preferirán aparearse con el macho que despliegue la cola más espléndida (Cronin 1991; Zahavi 1997).

Fundamental para la selección sexual en el reino animal es la elección femenina, pues la rutina típica para la mayor parte de las especies funciona con los machos desplegando fuerza, astucia y aptitud genética general, para invitar la participación femenina a producir la siguiente generación. En el caso del animal humano hay una mayor reciprocidad en la escogencia. Geoffrey Miller sostiene no sólo que la selección sexual es la fuente de los rasgos que tienden a parecernos más atractivos en cuanto hace a cualidades del carácter, el talento y el comportamiento humanos, sino que la creatividad y el disfrute artísticos se originaron en el pleistoceno, en el proceso de escogencia, por parte de hombres y mujeres, de sus parejas sexuales.

La noción de que podemos modificarnos por medio de la selección sexual encuentra amplia aceptación: hay ejemplos impresionantes de selección sexual humana activa, aun en tiempos históricamente recientes. Es el caso de los wodaabes de Nigeria y del Níger, tan populares entre fotógrafos viajeros por sus festivales geere wol, en los cuales los jóvenes se maquillan siguiendo un estilo que les parece femenino a los europeos y danzan vigorosamente para desplegar su resistencia y salud. Entonces las mujeres escogen a sus favoritos, y prefieren a los más altos, con ojos más grandes, dientes más blancos y nariz más recta. Al cabo de muchas generaciones, los wodaabes se han vuelto más altos que las tribus vecinas, sus dientes son más blancos, las narices más rectas, etc. Si es posible observar esta clase de cambios en unos pocos siglos, es claramente posible rehacer o refinar al Homo sapiens a lo largo de cientos de miles de generaciones. Al igual que con la selección natural, un sesgo en la escogencia, aunque sea pequeño, podría reformar de manera radical, al cabo de períodos largos, aspectos del ser humano, y darle a la especie características de personalidad y carácter que, en efecto, ella misma se ha creado. Nuestros antepasados ejercieron sus gustos por una “compañía generosa, inteligente, creativa, ingeniosa y cálida para pareja, lo cual se muestra tanto en la constitución de nuestros gustos y rasgos presentes, como en nuestra tendencia a crear y apreciar el arte” (Miller 2000).

Por lo tanto, es la selección sexual la que posiblemente sea responsable del cerebro humano tan inusitadamente grande, un órgano cuyas capacidades peculiares exceden por mucho las necesidades de supervivencia de las sabanas de África. El cerebro humano posibilita una mente que es única y buena para una gran lista de características que se encuentran en todas las culturas pero que son difíciles de explicar en términos de beneficios para la supervivencia: “el humor, la apetencia por contar historias, el chisme, el arte, la música, la autoconciencia, el lenguaje adornado, las ideologías imaginativas, la religión y la moralidad” (Miller 2000). Desde el punto de vista de la selección sexual, la mejor forma de considerar la mente es como un sistema de entretenimiento casero más potente de lo necesario y muy colorido, evolucionado para que les ayudara a nuestros antepasados de la edad de piedra a atraer, entretener y llevarse a la cama los unos a los otros.

Como ejemplo diciente de la súper abundancia de capacidad mental autocreada por el hombre pensemos en el vocabulario. Los primates no humanos tienen hasta veinte llamados distintos. El humano promedio conoce quizás sesenta mil palabras, aprendidas en un promedio de diez a veinte al día hasta la edad de los dieciocho años. Como el 98% del habla diaria sólo usa unas cuatro mil palabras, y si acaso unas dos mil palabras habrían sido suficientes en el pleistoceno, el vocabulario excedente se explica muy bien por medio de la teoría de la selección sexual como indicador general de inteligencia y de adaptación. Miller señala que la correlación entre la simetría del cuerpo — indicador de adaptación muy conocido — y la inteligencia, sólo es del 20 por ciento. El tamaño del vocabulario, por otra parte, se correlaciona más con la inteligencia, razón por la cual todavía lo usan tanto en la evaluación científica como, y más generalizadamente, por parte de la gente, para evaluar de manera automática lo inteligente que una persona es. Tal indicador es especialmente diciente en contextos de cortejo. En realidad, el uso extravagante y poético del lenguaje — incluidos un extenso vocabulario y un virtuosismo sintáctico — se asocia en todo el mundo con el amor, pues es una especie de calentamiento de tipo cognitivo. Pero también, señala él, es algo que puede “dar una visión panorámica de la personalidad, los planes, esperanzas, temores e ideales de una persona.” Por lo tanto habrá sido un punto esencial en el inventario de criterios de selección de pareja (Miller 2000).

Entonces, la tendencia humana a crear entretenciones, a construir y decorarlo todo en la vida, es resultado de la selección de pareja, que explica la evolución de la danza, el decorado corporal, la ropa, la joyería, la arquitectura, los muebles, los jardines, el diseño de artefactos, las imágenes, que van desde las pinturas de las cuevas hasta los calendarios, los usos creativos del lenguaje, las entretenciones populares, desde los ceremoniales religiosos hasta las telenovelas, y la música de todas clases. La expresión artística en general, como la creación de vocabulario y el despliegue verbal, tiene sus orígenes, de acuerdo con la selección sexual, en su utilidad como indicador de adaptación: “aplicado al arte humano, sugiere que la belleza equivale a la dificultad y el alto costo. Encontramos atractivas aquellas cosas que solo pudieron haber sido producidas por personas con cualidades atractivas y de alta adaptación, como la salud, la energía, la resistencia, la coordinación entre la mano y el ojo y el fino control motor, la inteligencia, la creatividad, el acceso a materiales escasos, la capacidad para aprender destrezas difíciles y mucho tiempo libre” (Miller 2000). Este punto de vista está de acuerdo con una intuición persistente sobre el arte, que se puede rastrear desde los griegos hasta Nietszche y Freud: el arte de alguna manera está conectado, en la base, con el sexo. El error en la teorización tradicional sobre arte ha sido imaginar que en el arte debe haber algún contenido sexual sublimado o codificado. Pero no es el contenido per se lo que es sexual: es el elemento de despliegue de producir y admirar a los artistas y su arte en primer lugar lo que ha afincado el arte en la sexualidad desde los comienzos de la raza humana.

En tanto que hacer arte era un indicador de adaptación en el pleistoceno, tendría que haber sido algo que artistas no muy aptos pudieran encontrar difícil de duplicar (pues si hubiera sido fácil de falsificar, no habría sido un buen medidor de aptitud). Por lo tanto, la influencia de la mente del pleistoceno sobre el concepto del arte nos da una perspectiva, al menos en el nivel psicológico, sobre algunos de los problemas modernos de la estética filosófica. Consideremos el virtuosismo: si la música es una serie de sonidos que tienen entre sí una relación formal, ¿por qué debería tener alguna importancia para nosotros que los sonidos de un capricho de Paganini sean tan difíciles de realizar en un violín? Desde el punto de vista de la teoría de la selección sexual, eso no es raro: el virtuosismo, la habilidad artesanal, y la destreza en la superación de dificultades son asuntos inherentes al arte como despliegue.

Y la dificultad no lo es todo: el arte también incluye lo costoso. Tal como lo dijo el economista Thorstein Veblen: “Las marcas del alto costo acaban por ser aceptadas como rasgos bellos de los artículos costosos” (Veblen 1944). Por mucho que esto contradiga la devaluación modernista de la destreza y el costo como centrales al concepto del arte, está en línea con las reacciones populares persistentes hacia éste, que se observan en el hecho de que a la gente le guste la pintura realista bien hecha, el virtuosismo musical y los detalles arquitectónicos costosos. Esto posiblemente no justifique el materialismo de quien pregunta cuánto vale una obra de arte famosa de un museo, pero sí lo explica.

La admiración por la habilidad para hacer algo difícil no es exclusiva del arte: admiramos a los atletas, a los inventores, a los oradores y prestidigitadores hábiles; y la admiración de la destreza es al menos tan inherente al arte como a cualquier otro campo de la empresa humana (Godlovitch 1998). Ellen Dissanayake identificó un proceso de “volver especial” como esencial para las artes, tal como se practican desde el pleistoceno hasta el presente (Dissanayake 1995). Sin embargo, mientras ella ve que volver algo especial tiende a promover un sentido comunal intenso en un grupo de cazadores-recolectores, Miller interpreta el fenómeno como más conectado con el despliegue: “La teoría del indicador sugiere que hacer que las cosas sean especiales significa hacerlas difíciles de realizar, de manera que revelen algo especial en quien las hace.” Se sigue que casi todo se puede volver artístico al ejecutarlo en una manera que lo haría difícil de imitar. “El arte” como un por ende honorífico “connota superioridad, exclusividad y gran desempeño,” y por eso sería útil como indicador.

Si lo anterior es cierto, el comentario de la gente en una galería: “Mi hijo podría pintarlo mejor” se rescata, al menos desde el punto de vista de la selección sexual, y se puede esperar que se escuchará en contextos artísticos populares por el resto del tiempo que el hombre esté sobre la tierra: la gente no “aprenderá” a partir de su cultura que la destreza no cuenta (como tampoco va a aprender nunca que la simetría general del cuerpo no indica adaptación). Además, aún en el caso de las élites, el asunto no es realmente tan diferente: la discriminación basada en la destreza que éstas hacen simplemente se da en un nivel de un mayor refinamiento. Los garabatos de Cy Twombly sobre un tablero, que para muchas gentes del común no parecen otra cosa que los de un niño sobre el tablero, son considerados por los críticos del arte elevado la demostración de una destreza artística en extremo refinada. Que estas obras no muestran de manera obvia la destreza a los no iniciados simplemente demuestra que se están produciendo en un nivel tal que quienes carecen de la sofisticación necesaria no alcanzan a captar. De tal suerte, la naturaleza esotérica del arte, con su posición y su jerarquía, permanece en su sitial.

Como sucede con los intereses y la inclinación determinados por la selección natural, las razones últimas para los valores que heredamos por medio de la selección sexual no son comprensibles por medio de la introspección inmediata: las frutas maduras tienen un sabor deliciosamente dulce, mientras que la carne podrida nos repele, por muy buenas razones biológicas, aunque por medio de la experiencia inmediata no sepamos por qué generan, respectivamente, placer y repugnancia. De manera semejante, según la teoría de la selección sexual, encontramos gran placer en pasatiempos tales como el arte y la música, en conversaciones exploratorias en una buena compañía, en grandes despliegues de hazañas atléticas, en una metáfora bien concebida, en una historia bien narrada. El hecho de que estas actividades y experiencias nos pueden proporcionar tanto placer también necesita explicación, y hasta ahora la teoría de la selección sexual nos da una de las explicaciones más lógicas y provocadoras que tenemos.

Los límites de la psicología evolucionista

Aunque la psicología evolucionista puede tener la capacidad de arrojar luz sobre la existencia del arte y sus cualidades persistentes, no puede pretender explicar cuanto quisiéramos saber acerca del arte. En particular, hay un aspecto en la estética de Kant que es preciso tener en cuenta al discutir la psicología evolucionista en el contexto estético. Kant diferenció lo que llamó lo agradable, de lo bello. Lo agradable son las sensaciones subjetivas directas de las cosas que nos gustan en la experiencia directa: el sabor dulce por ejemplo, o el color azul. La experiencia del placer de tales sensaciones, decía Kant, no contiene elemento intelectual alguno: se trata de un sentimiento animal, que a menudo parece satisfacer un deseo (tal como el hambre), y como tal debe distinguirse con cuidado de la experiencia de lo bello, en la cual la imaginación se combina con el conocimiento racional en la experiencia de un objeto imaginativo. Para este filósofo, la experiencia desinteresada que caracteriza el respeto debido al arte no está mediada por deseos; el objeto bello es contemplado u observado, no se usa ni se consume. En las obras de arte, especialmente las de las bellas artes, por tanto, intervienen las facultades más elevadas, y los placeres que proporcionan son de un orden diferente al de las sensaciones sexuales o gustativas de placer.

Ésta no es una distinción que hayan apreciado bien muchos sicólogos evolucionistas. Por ejemplo Randy Thornhill, en coincidencia con Donald Symons, dice que, “El placer, como todas las experiencias, es producto de mecanismos cerebrales, y éstos son productos de la evolución... por selección” (Thornhill 1998). No dejan espacio aquí para distinción alguna entre los placeres directamente implicados en la satisfacción de los deseos y los contemplativos, identificados históricamente como estéticos y artísticos.

Consideremos lo que este colapso de la distinción de Kant entre lo agradable y lo bello significaría, por ejemplo, para la historia de la pintura paisajista. Si recorremos la pintura paisajista europea con una lista de cualidades ambientales deseables, producto de la evolución, podremos aprender mucho acerca del contenido de las obras de arte. Por otra parte, si queremos saber qué distingue un paisaje de un calendario popular de una gran pintura hecha por Constable, puede que no haya mucha ayuda en una teoría de las preferencias de los paisajes del pleistoceno. De manera semejante, un libro como el de Nancy Etcoff, La supervivencia de los más guapos: la ciencia de la belleza (1999), aunque nos da una inmensa cantidad de información acerca de los intereses producto de la evolución en lo que se percibe en todas las culturas como la belleza del cuerpo humano, nos puede decir mucho menos que resulte nuevo sobre cuán bellos son los seres humanos retratados en el arte. Un cuadro que muestre un paisaje desolado, árido y hosco puede ser una obra de arte mucho mejor que una fotografía de calendario de un valle verde, de aquellos que nuestros antepasados del pleistoceno habrían preferido explorar o querido para vivir. El cuadro de una anciana macilenta — por ejemplo, el retrato de Rembrandt de su madre leyendo la Biblia — puede ser una obra de arte mucho más hermosa que la foto de una muchacha sensual que despierta los intereses sexuales.

Esto no quiere decir que hasta en estas áreas la psicología evolutiva no tenga algo que decir. Nuestras respuestas a obras de arte profundas y complejas acumulan ricos significados y valores que pueden ser difíciles de desentrañar. En el caso del Rembrandt, el respeto por la mujer entrada en años, la admiración por su devoción religiosa y el pasmo ante la técnica del artista tienen ramificaciones evolucionistas. Incluso si nunca alcanza a ofrecer una teoría general completamente satisfactoria sobre el arte, esta ciencia tiene el potencial de contribuir de manera significativa al conocimiento del arte y sus efectos. En la actualidad, estas contribuciones apenas comienzan a captarse y desarrollarse.

 

Bibliografía

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This article appears in English as “Aesthetics and Evolutionary Psychology,” in The Oxford Handbook of Aesthetics, edited by Jerrold Levinson (Oxford: Oxford University Press, 2003), pp. 693-705. My thanks to Ana Cristina Vélez for arranging this translation into Spanish.