Crítica y Método


Denis Dutton

Artes: la Revista, Universidad de Antioquia, Summer 2007.
Traducido de inglés por Eva Zimmerman

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La acusación de que un comentario crítico dado es “irrelevante” para su objeto es una de las más utilizadas en el análisis y el debate entre críticos. Se escucha con frecuencia porque casi siempre es cierta: no ha faltado nunca la crítica que sin ton ni son relaciona la obra con la biografía del artista o que invoca estándares artísticos inapropiados, o que se vale de una especulación histórica inútil o que describe los confusos caprichos personales del crítico para desviar nuestra atención y oscurecer la importancia esencial del objeto que observamos. Pero aun si aceptamos que no hay límites en cuanto lo mal encaminada que puede estar una crítica, sigue siendo válido preguntarnos si será posible al menos descartar algunas áreas del discurso crítico tradicional o algunos tipos generales de comentarios críticos pues no sirven para aumentar nuestra comprensión de las obras de arte. Esto forma parte del objetivo de encontrar un método correcto de hacer crítica, objetivo que, poseen el tema central en lo que se dice sobre lo que se dice sobre el arte, ha generado tanta controversia que ningún comentarista sería capaz de reseñarla. Sin embargo, existe una característica que rara vez se advierte, inherente al concepto mismo de método, que necesariamente comparten todos los intentos de formular métodos críticos. Reconocerla nos permitirá discernir los rasgos característicos intrínsecos importantes tanto para los objetos del arte como para el discurso crítico que sirven para distinguirlos de los objetos ordinarios y de otros tipos de discurso.

Donde hablamos de método por lo general pensamos en una especie de procedimiento o técnica ordenada o sistemática para enfrentar una tarea. Hay métodos para reemplazar los pistones en un motor, para obtener un permiso municipal de quemar hojas, para resolver un problema de división por el método largo, para escalar la cara suroccidental del Monte Everest, para analizar el contenido desconocido en un tubo de ensayo. En tales casos la noción de método implica un conjunto de pasos específicos que se han de seguir en determinado orden, en el cual se emplean herramientas específicas de cualquier clase para lograr un fin deseado. Pero cuando hablamos de métodos, hay algo más, algo que suele pasarse por alto. Implícitas en cualquier método están siempre unas reglas de qué se considerará pertinente para el logro del fin en cuestión. Por ejemplo, hay algunos pasos explícitos que, en su conjunto, constituyen el método algebraico para resolver una ecuación cuadrática. Pero en este método están implícitas también algunas reglas de lo que debe considerarse pertinente para el procedimiento que rara vez, o quizás nunca, son formuladas. La dureza del lápiz o el color del papel empleados para realizar el cálculo serían ejemplos de ello, o el simbolismo oculto asociado con los números del caso: esto es estrictamente irrelevante para cualquier método algebraico, así como las cuestiones sobre el significado de un signo igual o de una función exponencial serían fundamentales para éste. Con lo anterior no queremos decir que una declaración sobre el método para resolver una ecuación cuadrática necesariamente debería tocar todo lo imaginable que se considerara importante para un ejercicio particular del procedimiento. En un caso dado sería factible cuestionar asuntos como la claridad de la caligrafía del matemático o que tan sobrio estaba durante los cálculos, aunque los textos de álgebra no analicen tales asuntos. Solo los errores cometidos o evitados son lo tácitamente pertinente para los procedimientos del álgebra, y cómo fue que alguien en alguna ocasión cometió un error por lo general no es pertinente para el método algebraico.

Igual cosa sucede en cualquier caso en que hablamos de método: la idea misma siempre conlleva las limitaciones de lo que puede considerarse pertinente al usarlo. Aun en aquellas áreas donde las cuestiones de qué constituye un método son controvertidas, como en las ciencias naturales, se pueden lograr acuerdos generales sobre los estándares de pertinencia. Las ciencias naturales son un caso especialmente esclarecedor porque el grado hasta el cual sus técnicas y procedimientos se pueden llamar “metódicas” es precisamente el grado hasta el cual incorporan limitaciones tácitas o explícitas en lo que puede considerarse pertinente para su ejercicio. Muchas veces se ha señalado que los descubrimientos que produjeron los mayores avances en la ciencia han sido producto de hitos sorprendentes en la imaginación. Pero con la imaginación no basta, como lo advierte Carl Hempel.1

En su empresa de encontrar una solución a su problema, el científico puede darle rienda suelta a su imaginación, y a el curso de su pensamiento creativo lo puede s influir hasta asuntos científicamente cuestionables. El estudio que Hempel llevó a cabo sobre el movimiento planetario, por ejemplo, se inspiró en su interés por una doctrina mística sobre los números y la pasión por demostrar la música de las esferas. Sin embargo, la salvaguarda de la objetividad científica está dada por el principio de que si bien en la ciencia las hipótesis y las teorías pueden inventarse y proponerse libremente, en el cuerpo del conocimiento científico se aceptarán e introducirán solo si pasan el escrutinio crítico, que incluye en particular verificar las implicaciones probatorias del caso por medio de la observación y el experimento cuidadosos.

Si soy un químico que desea explicar un conjunto de datos problemáticos, puedo haber tenido un sueño en el que se me presentaba la hipótesis explicativa clara o, en mi desespero, puedo haber abierto la Biblia en cualquier lugar y haber colocado mi dedo en un párrafo que hubiera disparado la idea crucial. Pero desde ese momento mis sueños o intuiciones se salen de la investigación por ser irrelevantes para ella. El asunto científico esencial ahora es si se pueden utilizar unas técnicas químicas metódicas controladas para confirmar la hipótesis de marras. Es inútil invocar mis sueños o mis lecturas del Deuteronomio para explicar lo que sucede en un tubo de ensayo (lo cual no niega que los sueños o trozos de la Biblia puedan contener verdades científicas: el punto es que un sueño o lo que se dice en ella no las establece como tales). En principio, la explicación científica tiene que ser sujetable a procedimientos probatorios objetivos susceptibles de ser duplicados por cualquier investigador con los materiales o equipos adecuados y ha de rendir resultados que pueden ser aceptados por la comunidad general de científicos. Mas, por otra parte, no hay método uniforme para la invención de hipótesis porque virtualmente cualquier cosa puede ser pertinente para la búsqueda que hace la mente individual de las explicaciones científicas verdaderas de un fenómeno. Pero, reiterando, la manera como el investigador solitario llega, a fin de cuentas, a construir sus hipótesis sólo tiene interés para el historiador o el psicólogo de la ciencia; tales consideraciones no hacen parte del cuerpo del conocimiento científico mismo.

Si un método es un procedimiento que incluye limitaciones sobre lo que será considerado como pertinente para el logro de un fin deseado, y si el fin deseado de la crítica es un conocimiento del arte con más profundidad y riqueza, entonces un método crítico necesariamente exigirá limitar lo que ha de considerarse pertinente para el logro de tal fin. Y, de hecho, la historia de la teoría crítica moderna abunda en intentos de limitar lo pertinente desde el punto de vista crítico, aunque cada uno de ellos no represente un esfuerzo a gran escala hacia el establecimiento de un método crítico riguroso. Como ilustración de esta clase de movida en la teoría crítica menciono tres ejemplos de intentos de limitar las clases de factores pertinentes para el trabajo de la crítica. He encontrado que es conveniente referirme a estos ejemplos porque todos los autores de los mismos han escogido usar el término “irrelevante” para expresar sus ideas. Ninguno de los tres lo sostiene como parte de una propuesta de un método crítico general pero, como veremos, los fracasos de estas aseveraciones y otras por el estilo tienen consecuencias importantes relacionadas con la posibilidad de que se formule alguna vez un método crítico.

Primero: Clive Bell propuso que para apreciar la pintura no se requiere nada más que un sentido de la forma, el color y la tridimensionalidad y que el tema de la pintura es estéticamente “irrelevante” para ello.2 Aunque a mi manera de ver, algunos de los filósofos que buscan algo para refutar (y que por completo ignoran su importancia histórica, habiendo provenido la crítica de Bell, como lo hizo, de una época donde todavía había críticos con la idea de que el propósito esencial de la pintura era retratar) han vituperado indebidamente esta tesis, no hay duda de que Bell está equivocado. No tiene ningún sentido suponer que el impacto estético de Los desastres de la guerra de Goya o del Guernica de Picasso depende solamente de la apreciación de los valores formales. Es más, incluso podríamos esperar que un formalista redomado los encontrara inadecuados precisamente porque su tema “distrae”; pero tal crítica estaría desenfocada puesto que una comprensión plena de estos cuadros como objetos estéticos necesariamente incluye reconocer lo que retratan.

Segundo: cuando argumenta que “la grandeza de La odisea no se vería afectada de ninguna manera si el personaje de Odiseo resultara ser histórico, John Hospers sostuvo que “que haya o no un tema por fuera de la obra es… artísticamente irrelevante.”3 Pero una cosa es decir que un factor dado no afectará la grandeza de una obra y otra cosa muy distinta sostener que sea en general estéticamente irrelevante. La excavación que Schliemann hizo de Troya no convirtió a La ilíada en una obra más o menos importante, pero esto no implica que la percepción estética que el mundo tiene sobre el poema no haya cambiado. Y si el día de mañana los arqueólogos descubren en alguna cueva en la costa de Sicilia los restos de una enorme criatura parecida a un hombre excepto que solo tiene la cuenca de un ojo en la parte delantera del cráneo, ¿sería es lógico pensar que esto será completamente irrelevante para una comprensión crítica de La odisea? Creo que no. O pensemos en la cuestión del color local en una novela, en un cuadro o en una película: si el escritor nos presenta una historia que transcurre en ciudad de Nueva York, en la cual sitúa equivocadamente la Universidad de Columbia en la plaza de Washington, el error quizás haga que toda la historia se vea ridícula a los ojos de muchos lectores. Por el contrario, cuando un artista pinta un lienzo en el que muestra el Royal Albert Hall en la mitad del desierto de Mojave presumiblemente desea producir un efecto que depende del hecho de que este lugar nunca estuvo, no está ni estará jamás (si a los desarrolladores de terrenos norteamericanos se los puede convencer de abstenerse de hacerlo) en tal inhóspito lugar. Las propiedades estéticas de los objetos de arte muchas veces incluyen la forma como se falsifican los asuntos reales, se muestran verazmente o se distorsionan en la obra. Comprender tales propiedades significa reconocer las relaciones entre la obra y el mundo, entre una representación y un tema existente o no. En muchos casos es de poco o ningún interés crítico preguntarnos si existe o no determinado tema, pero no puede haber una regla general de que el asunto es “artísticamente irrelevante.”4

Tercero: una de las controversias más destacadas en la teoría crítica en años recientes se centró en el crítico intencionalista. Uno de los participantes en el debate fue C.S. Lewis, quien afirmó enfáticamente que las preocupaciones sobre el estado de ánimo del poeta cuando escribía son “irrelevantes para la crítica,” que “el valor de un poema consiste en lo que les hace a los lectores; todo lo concerniente a la actitud del poeta con relación a lo que dice es irrelevante,” y que hablar de la sinceridad del poeta “debe eliminarse para siempre de la crítica.”5. Reiterando, aunque no se puede negar que algunas de las peores críticas sufren de invocaciones absurdas a la supuesta “sinceridad” del artista o a su “autenticidad,” tan triste hecho no nos da licencia para considerar estos conceptos irrelevantes para la crítica. Donde, por ejemplo, Hazlitt sostiene que El rey Lear es la mejor obra de teatro de su autor porque “es en la cual mostró más seriedad,” Alfred Harbage responde: “un non sequitur puede estar agazapado en esta aseveración, pero no podemos negar su pertinencia. Nuestra impresión inescapable de la obra es su apabullante sinceridad.”6 El punto diciente es que Harbage sí defiende la pertinencia del concepto y así rebate la aseveración general de que recurrir a la sinceridad del artista o a la falta de ella debe ser inadmisible en la crítica. La sinceridad puede no ser el criterio último para juzgar el valor de un objeto estético pero tampoco es algo que no se pueda analizar sesudamente en una crítica inteligente.

Teniendo en cuenta estos y otros ejemplos se comienza a discernir un cierto patrón seguido en las disputas sobre lo que es pertinente para la práctica crítica. En ciertas épocas, se va generalizando lo que se dice sobre las características particulares de las obras de arte o sobre la reacción de la gente ante a ella. Una generación puede considerar imposible discutir sobre poesía sin referirse a las intenciones del poeta. Otra podría inclinarse con fuerza hacia juzgar las pinturas en términos del tratamiento del tema representado, ignorando los valores puramente formales. Quizás se ponga de moda que otra generación valore el método artístico de acuerdo con las ideas políticas o sociales imperantes. Y tarde o temprano hace carrera la reacción: cansado de los efectos embrutecedores de tales proclamas o molesto por que no se pueden aplicar bien a una escuela de arte nueva, alguien anunciará con arrojo que hablar de las intenciones del poeta o del tema de una pintura o de las implicaciones políticas de una obra de arte es irrelevante para la empresa crítica. Tal audacia puede ser justamente lo que se necesite en ese momento para que la crítica no caiga en una apego complaciente a las reglas. Sin embargo, inevitablemente hay una reacción: ejemplos de obras de arte donde se vuelve claramente imposible considerar el factor rechazado como completamente irrelevante para la apreciación. Ante estos difíciles contraejemplos, los iconoclastas ablandan su posición. De las intenciones del artista, el tema pintado sobre el lienzo, las connotaciones políticas de la novela, o lo que sea, se dice ahora que en el pasado les había dado demasiada importancia. Al final, lo que había comenzado como una discusión sobre lo que es pertinente para la crítica y para el conocimiento de las obras de arte acaba convertido en una riña sobre lo que debe o no ser considerado como esencial, o más importante, en un discurso crítico. El argumento sobre la admisibilidad misma de un factor en la crítica, o un tipo de explicación crítica, se ha convertido en un argumento sobre el peso que debe dárseles a tales factores o explicaciones. Los asuntos sobre la posibilidad de u tipo de crítica se han transformado en cuestiones que tratan de establecer los méritos de un “enfoque” o “actitud” críticos.

De hecho, si alguna enseñanza nos deja la historia de la crítica estética es que no se debe generalizar sobre lo que puede ser pertinente para conocer una obra de arte. Para comenzar, cualquier elemento que el artista decida incorporar a su creación es susceptible de volverse pertinente para el discurso crítico y no hay manera de proscribir qué puede usar o hacer o querer decir el artista. No se sabe cuál acto, actividad o artefacto, qué conocimiento científico o histórico, podría concebiblemente encontrar un lugar significativo en una pintura, en un poema o en una novela. Pero el escrutinio crítico no apunta de manera exclusiva a los rasgos internos de la obra; hay ocasiones en las que es deseable prestarle atención a la evidencia externa. Nuestra comprensión a menudo aumenta cuando tenemos información sobre las circunstancias históricas que rodean la creación del objeto de arte, incluidos asuntos como el estilo de la época, la biografía del artista o sus intenciones. Pero a estos dos muy reconocidos centros de la atención crítica debe agregarse algo más de gran importancia. Me refiero a las posibilidades implícitas en el objeto estético y a aquellas funciones del discurso crítico que puedan designarse como comparativas.

Un estudio de una gran obra de arte, por ejemplo, Los hermanos Karamazov, comenzará prestando la más precisa atención a las características internas de la obra. El crítico se centrará en problemas relacionados con la ilación, las relaciones entre los episodios, las características de la prosa del autor y así sucesivamente. También tendrá en cuenta todo aquello a lo que se alude en la novela o a lo que se refiere porque entenderla a cabalidad presupone que se captan todas sus alusiones y referencias. Así, como Dostoievsky hace que sus personajes mencionen a Un héroe de nuestro tiempo y a Almas muertas pues confía en que sus lectores conocen esos libros, tal conocimiento será condición necesaria para una comprensión crítica. Demás de asuntos específicos, el autor presupone en su lector un conocimiento global de la historia de Rusia del siglo XIX y el significado de algunos de los incidentes de la narración escaparán al crítico que carezca de tal conocimiento. También es importante la intención: por ejemplo, comprenderemos mejor cómo interpretar los acontecimientos de los últimos capítulos una vez sepamos que Dostoiesvsky pretendía escribir una segunda parte pero murió antes de llevar a cabo el proyecto.

Pero, además, muy seguramente querremos comparar los acontecimientos de Los hermanos Karamazov y la novela con lo que sucede en otros escritos de Dostoievsky y en otras obras. Y aquí entramos ya a un sentido completamente diferente y hasta más importante en el cual todo puede justificarse como aporte para la discusión crítica. Porque si es posible aumentar nuestra comprensión de Los hermanos Karamazov remitiéndonos a El idiota, entonces ¿por qué no compararlo también con algunos escritos de Tolstoi? Y si con Tolstoi, ¿por qué no con otros escritores no rusos también? Pero no hay justificación para trazar una línea y recurrir solo a la literatura, puesto que también vemos que las obras de otras clases de arte como la música y la pintura, o lo que sea, también pueden mostrar afinidades y contrastes importantes con la novela. Y no sólo otras obras de arte: otros casos del obrar del hombre, de sus logros y fracasos, pueden ser clave. Esto incluye, por supuesto, nuestros actos, logros y fracasos personales; en realidad, parte de lo que implica comprender una obra tan grande como Los hermanos Karamazov es precisamente que cada lector ve relaciones entre los acontecimientos presentados y su propia experiencia personal. Quien reconoce en la obra “una historia interesante” pero insiste en que no es pertinente para su propia experiencia de vida, puede no captar algunos aspectos importantes del libro o debe releerlo tras haber vivido un poco más.

Justo a este respecto las grandes obras de arte estéticas suelen describirse como “ricas.” La riqueza no indica solo que el artista haya usado materiales diversos y complejos en el objeto que crea. Llamamos “ricas” a la Orestía y a las Variaciones Goldberg no por la magnitud del vocabulario de la primera o el número de notas de la segunda, pues de ser así el arte sería un mero potpurrí enredado y una pura quimera. Es más bien que estas obras están eternamente abiertas a nuevas posibilidades de interpretación a la luz de otras comparaciones y proporcionan una riqueza inextinguible de significados importantes que no solamente son tomados de la vida y experiencia humanas sino que reflexionan sobre ellas. Mientras más se adentra uno en estas obras, más alcanza a ver en ellas, pero la familiaridad — conocer todos los renglones o las notas — es sólo el comienzo de la comprensión. Mientras más viva uno y acumule experiencia vital más cosas va a encontrar en las creaciones estéticas más elevadas. Esto no se aplica sólo a las obras literarias sino igualmente a la experiencia abstracta de la pintura y la música, que presenta formas de conflicto, contraste y logro que resuenan con las notas discordantes, los armónicos y las resoluciones de la vida misma. Aunque considero un error llegar al punto de sostener que el propósito último del arte es entonces simbólico, no se puede dudar de que una sola relación, proceso o momento en un objeto estético puede captar el carácter de los acontecimientos humanos mucho más allá del arte. La escena en la que Gretchen rehúsa escapar de la prisión con Fausto o el pasaje impresionante señalado con beklemmt en la Cavatina del Cuarteto en si bemol del Beethoven tardío expresa en forma intensa las posibilidades de la emoción y la cualidad de la acción humana y el encuentro, que el observador perceptivo va a descubrir o a (recordar) en el mundo ordinario del hombre. Es más, la relación es mutua: así como la experiencia de los acontecimientos humanos puede moldear o enriquecer nuestra visión del objeto estético, la experiencia del arte puede influenciar nuestro conocimiento del mundo, y puesto que la vida y el arte son asuntos que siempre están en marcha, no hay final en este proceso y por lo tanto no se va a lograr una interpretación exhaustiva o última de una obra de arte. Estar demasiado familiarizado puede temporalmente embotar nuestra reacción frente a algún objeto estético, pero si se trata de una verdadera obra de arte basta con ignorarlo y vivir un poco: la experiencia del arte posee una capacidad infinita de autorrenovación a la luz de una nueva experiencia de vida.

La riqueza de las obras de arte maestras, su ilimitada posibilidad de interpretación comparativa con relación a los significados de los que son personificación o que expresan simbólicamente, es quizás la promesa más elevada del arte y la más seria amenaza a la crítica. Debido a esta cualidad no se puede proscribir qué puede serle útil al crítico como referencia en su trabajo, y ni siquiera hay fórmula alguna que se pueda invocar mecánicamente para decidir si alguna pieza crítica particular es pertinente para su objeto. Sin embargo, cabe preguntarse, si aún aceptando que al crítico le pueda ser útil hablar sobre cualquier cosa conectada con los objetos artísticos, ¿se requiere de nosotros que aceptemos la irrelevancia como un riesgo profesional perenne de la crítica? ¿No sería al menos posible diseñar métodos que, como mínimo, garantizaran la pertinencia de la crítica para su objeto? Para esto la respuesta es claramente “no” una vez que hemos aclarado cuál es el propósito de la crítica. El impulso persistente de formularnos tales preguntas y tratar de responderlas se ejemplifica muy bien en el caso de la teoría y la crítica musical es del período contemporáneo. En el siglo XIX se puso de moda que un crítico estudiara una pieza musical y proporcionara un programa imaginario para ella o simplemente reportara sus propias ensoñaciones al escucharla. Por ejemplo, miremos la típica “explicación” que Jan Kleczynski hizo de un nocturno de Chopin: se trata de “una descripción de una noche serena en Venecia, en donde, después de la escena de un asesinato, el mar se cierra sobre el cadáver y continúa sirviendo como espejo a la luz de la luna.”7 Muchos escritores de aquella época parecían estar más interesados en la música como manera de evocar visiones de arroyuelos murmurantes, madrugadas cuajadas de rocío o gritos de angustia del alma por algún ser amado perdido que en mejorar nuestro conocimiento de la experiencia musical como se nos presenta a nosotros. Y al darnos cuenta de que la mayor parte de esta crítica impresionista cuyo propósito es dilucidar la música es irrelevante para ella, los teóricos modernos han tratado de garantizar la relevancia proscribiendo las fantasías imaginativas e insistiendo en que el crítico hable solo de la música misma. La idea es que el crítico se remita estrictamente a la partitura que tiene a la mano y se comprometa con un análisis técnico riguroso, descartando todo lo demás excepto quizás las consideraciones históricas o la comparación con otras obras musicales.

Pero es una ilusión suponer que ceñirse a tales métodos garantice la pertinencia crítica. El error se origina de dos fuentes: primero, no captar cuál es el propósito real de la crítica; y, segundo, confundir lo que es críticamente pertinente para un objeto estético con lo que puede ser pertinente para él en sentidos no críticos. Un crítico impresionista tal como Kleczynski nos ofrece historias melodramáticas que consideramos irrelevantes para la música que las suscita. En contraste, el crítico contemporáneo se concentra minuciosamente en el Urtext mismo, indicando por ejemplo cómo se modula la pieza en cierto punto o cómo se emplea en la coda un fragmento invertido del segundo tema. Ahora bien, es claro que la obra del crítico moderno es pertinente para la música en el sentido de que está hablando sobre las notas mismas y no sobre cadáveres que desaparecen en las aguas oscuras. Pero lo que no podemos perder de vista es lo siguiente: la crítica de arte no aspira simplemente a hablar por hablar. Lo que busca es hablar de arte con el propósito de profundizar y enriquecer nuestro conocimiento del mismo. En el sentido ordinario, no crítico, de la palabra, entonces, un crítico musical puede siempre garantizar la “pertinencia” de su trabajo para su objeto escogiendo analizar solamente la partitura. Pero a su vez esto no garantiza, y nunca lo hará, que sus escritos sean pertinentes para la obra en el sentido que se busca en la crítica. O sea, solo porque un análisis se centra exclusivamente en la partitura misma no nos garantiza que el será pertinente para aumentar nuestra comprensión de la obra. El punto es que puede resultar que la historia melodramática del crítico impresionista, que obviamente es irrelevante para la música en el sentido ordinario, no crítico, sirve más para ayudarnos a entender la obra y quizás irónicamente es por ende pertinente en el sentido deseado por la crítica.

De hecho, en la misma medida en que gran parte de la crítica musical de segunda clase del siglo pasado es irrelevante porque nos presenta alegorías y alusiones románticas que hacen poco para aumentar nuestro conocimiento de la música, los críticos académicos del presente suelen producir obras relevantes para su música sólo en el sentido ordinario, no crítico, mientras son irrelevantes para el aumento del conocimiento. Miremos, por otra parte, a un verdadero gran crítico moderno: Donald Francis Tovey. En el caso de este, no es simplemente que emplee mejores métodos que Kleczynski lo que lo hace tan maravilloso para enriquecer y profundizar nuestra experiencia musical. Es más bien que posee una sensibilidad musical soberbia y una capacidad extraordinaria para articular lo que discierne en la música. Por el contrario, mirando hacia atrás al siglo XIX podemos descubrir críticas de considerable valor a pesar de estar escritas en un idioma pasado de moda. La crítica a menudo impresionista de Robert Schumann vale mucho más que la mayor parte de los ejercicios en análisis técnico producidos hoy porque las impresiones de Schumann están enraizadas en un profundo sentido musical, y el registro de sus sentimientos sobre la música puede imbuir de manera interesante nuestra percepción de ella.8 Donde sea que se encuentre una crítica de calidad podemos estar seguros de que su cualidad es atribuible a lo que capta un individuo y no a la aplicación de un método. Los métodos no cumplen con la pertinencia crítica. Los críticos la logran.

La argumentación puede entonces resumirse de la siguiente manera: la idea de método siempre exige reglas, tácitas o explícitas, sobre lo que debe considerarse pertinente para realizar un procedimiento con miras a un fin. Por ende, cualquier método de crítica estética tendrá que ponerle límites a lo que debe valer como pertinente para el logro del fin deseado, cual es un mayor conocimiento y apreciación del arte. Aquí, sin embargo, es donde cualquier intento de formular un método crítico fracasa: no sabemos qué puede ser pertinente para que conozcamos los objetos artísticos, no solo porque las obras de arte incorporan o utilizan cualquier aspecto de la experiencia humana sino porque cualquier aspecto de esta experiencia puede proporcionar material para establecer comparaciones reveladoras con las características de la obra. Esto no significa, por supuesto, que la crítica se deseche los métodos. Según las diferencias en temperamento y percepción, los críticos deben hacer hincapié en aquellos aspectos del arte que sean capaces de analizar con más sensibilidad e inteligencia. Permítase que un crítico se dedique a los elementos formales de una pintura, y otros hagan énfasis en su iconología o en su relación con un contexto histórico, o en la competencia técnica del artista, o en la química de los pigmentos, si le parece que vale la pena hablar de ello. Que otro crítico hasta recuente qué ensoñaciones privadas entraron en su imaginación al toparse con la obra, mientras que estas fantasías imaginativas nos hagan volver a la obra con una mayor comprensión de misma. En tanto tengan el poder de renovar o vivificar nuestra experiencia de ella, vale la pena aceptarlas. Pero que nadie sostenga que su método es la única manera verdadera de apreciarla, mientras que las otras son mero machacar de irrelevancias. Los críticos siempre van a machacar irrelevancias, pero esto no se puede evitar formulando reglas generales sobre lo que sí se puede considerar como pertinente. No hay una clase especial de mala crítica, sólo la crítica de mala calidad.

 

1. Carl Hempel, Philosophy of Natural Science (Englewood Cliffs, New Jersey, 1966), p.16

2. Clive Bell, Art (London, 1947), p. 27 (publicado por primera vez en 1914).

3. John Hospers, Meaning and Truth in the Arts (Chapel Hill, North Carolina, 1946), p. 21.

4. Alexander Sesonske, “Truth in Art,” Journal of Philosophy 53(1956): 343. Estoy en deuda con el profesor Sesonke por las muchas horas de discusión y conversación estimulante de los temas aquí planteados.

5. E.M.W. Tillyard and C.S. Lewis, The Personal Heresy (London, 1965), p.120 (publicado por primera vez en 1939).

6. Alfred Harbage, “Introduction,” Penguin edition of King Lear (Baltimore, 1958), p19.

7. Quoted in James Gibbon Huneker, Chopin: The Man and His Music (New York, 1966), p.145 (publicado por primera vez en 1900).

8. Robert Schumann, On Music and Musicians, traducido por Paul Rosenfeld (New York, 1946).

 

This article appeared in English as “Criticism and Method,” in The British Journal of Aesthetics 8 (1973): 232-42. My thanks to Ana Cristina Vélez for arranging this translation into Spanish. — D.D.